martes, 20 de enero de 2009


Amelie no es una chica como las demás. ha visto a su pez de colores deslizarse hacia las alcantarillas municipales, a su madre morir en la plaza de Notre-Dame y a su padre dedicar todo su afecto a un gnomo de jardín. Creció y se convirtió en camarera en un bar de Montmartre cuya propietaria es una antigua jinete circense. la vida de Amelie es sencilla: le gusta tirar piedras al Sena, observar a la gente y dejar volar su imaginación. De repente, a sus veintidós años, Amelie descubre su objetivo en la vida: arreglar la vida de los demás. Inventa toda clase de estrategias para intervenir, sin que se den cuenta, en la existencia de varias personas de su entorno. Entre ellas está su portera que pasa los días bebiendo vino de Oporto; Georgette, una estanquera hipocondríaca: o "el hombre de cristal", un vecino que sólo ve el mundo a través de la reproducción de un cuadro de Renoir.


Amelie, un sueño de película

Hay buenas películas que te hacen pensar, otras te inquietan, apelan a tus sentimientos, critican el estado de las cosas, o te retrotraen al pasado. Las hay, también aceptables, que te excitan o simplemente, te entretienen, que no es poco. Afortunadamente, las hay también estupendas, que consiguen todos o muchos de estos efectos a la vez. E incluso, algunos films, muy pocos cada año, te llegan al alma, porque te remiten a ese mundo onírico que tanto nos empeñamos en ir matando conforme supuestamente maduramos. Y, además, rizando el rizo, hacen que salgas ennoblecido del cine. Porque recurriendo siempre a buenas artes te trasmutan en una persona un poco más optimista y vital y te insuflan lo que tanto necesitamos hoy, llenos como estamos de dolor, desigualdades lacerantes, competitividades rastreras, guerra y abusos: el optimismo, la confianza en uno mismo y la esperanza de que merece la pena esforzarnos para encontrar lo que buscamos y, también, para hacer felices a los demás. Pues bien, todo esto me ha parecido hallar en "Amelie", una película francesa de reciente estreno que está constituyendo un acontecimiento social en el país vecino. A modo de ejemplo, ha conseguido allí bastantes más espectadores que "Los otros", de Amenábar, en España.

No es tampoco casualidad que el director de "Amelie" sea J. Pierre Jeunet, co-responsable de la heterodoxa y justamente afamada "Delicatessen" que tanto nos deleitó y asombró hace unos años.

Hablemos un poco de lo técnico. Sólo podemos decir que el sorprendente guión, la pulcra y ambiciosa realización, la eficaz y romántica banda sonora, el ajustadísimo casting (por favor, !quién encontró a la deliciosa Audrey Taotou!), la muy apropiada fotografía (si París es siempre bellísimo, aquí roza lo mítico) la excelente interpretación de los actores (nada digamos al respecto, vayan a verla), la filmación en exteriores e interiores (con esos itinerarios poéticamente descriptivos de las viviendas de Amelie y del "hombre de cristal" y un juego de ventanas que observan a otras ya visto pero muy resultón), los diálogos (rebosantes de chispa, humor, buena escritura y una acidez siempre comprensiva con las debilidades humanas), la configuración de unos personajes tan originales como soberbia y dolorosamente humanos, víctimas de la soledad, la incomprensión, la marginación, la obsesión, la carencia de amor..., y el montaje... son estas herramientas narrativas, todas ellas, tan impecables que pasan desapercibidas, consiguiendo que el cine trascienda su soporte y se convierta en arte total, en experiencia libre del espectador, que pierde su identidad, su consciencia de receptor, para transformarse en actor, en partícipe de lo que ocurre, en uno más de los componentes de esta romántica y ensoñadora comedia. Que gusta a todo el mundo porque nos habla de lo mejor, de lo más noble de nosotros: el sueño por disfrutar de la vida y por hacérsela más amable y feliz también a quienes nos rodean.

Detengámonos sólo en dos peculiaridades ejemplares de esta película. Una, el sentido del humor (irónico, delicado, tierno, cotidiano y compasivo pero no carente de fuerza y sentido crítico) que impregna todo lo que ocurre, desde la primera hasta la primera última secuencia, sin caer nunca en el chiste fácil, el tópico o la grosería hoy tan al uso. Y, dos, la pobladísima galería de impagables personajes, comenzando por el prodigio de la ensoñadora y adorable Amelie, siguiendo por el padre casi etéreo que sigue indiferente su autista conversación cuando Amelie le dice (en broma, en plan test de atención) que ha abortado porque la droga que consume se hallaba en mal estado y ha perjudicado al feto, o el tendero déspota y su lúcido ayudante, o la locuaz vecina anclada en el recuerdo de un marido tan infiel como muerto, o el descacharrante celoso patológico del bar, o la ansiosa e hipocondríaca tabaquera, o el insólito joven, futuro enamorado de Amelie, que recoge, con pretensiones artísticas (o quizá simplemente indagatorias de la identidad humana a través de los rostros de la gente anónima), hileras de fotos desechadas de los fotomatones.... En fin, todo un colectivo de personas (rotundamente de ficción, pero lúcida referencia de tantas actitudes y comportamientos humanos) que puebla la película y que se engarzan prodigiosamente en un guión que los va presentando en cada momento a todos y cada uno de ellos de un modo tan natural y lógico que consigue que no se vea al escritor que creó la historia.

Es cierto, se trata de una película blanda (por el éxito absoluto de los buenos sentimientos), algo ñoña (por su ideal happy end) y bastante irreal (las cosas son, lamentablemente, más prosaicas y crudas y mucho menos encantadoras en nuestro discurrir cotidiano), pero reconozcamos que al menos una vez al año podemos darnos el gustazo de reconocernos en ese ser humano contradictorio, soñador, vitalista, confiado, optimista y con ansias de diversión que todos fuimos (o continuamos siendo, a pesar de todo) alguna vez.